EL LARGO RETORNO A CASA

 



Buscaba un lugar tranquilo para morir. Ya no era joven ni rápido y no podía seguir el ritmo de la manada por mucho que lo intentara. No les culpó por dejarle atrás. El grupo era tan fuerte como su miembro más débil. Y el grupo debía ser fuerte si quería sobrevivir. Él también había dejado a otros en la senda. Muchas veces. Así eran las cosas en aquellos días, así serían por siempre. Aminoró su paso. Lentamente, el rastro que dejaba su extensa familia desapareció como si fuera humo arrastrado por el viento y solo pudo percibir el aroma que desprendía la hierba mojada, la áspera esencia de la corteza de los árboles y la tenue y vaporosa huella que emanaba de las presas. Estaba solo. Y no tenía miedo.

De alguna parte, llegaba el sonido de una corriente de agua. Se dirigió hacia allí. Era un arroyo de aguas poco profundas. Bebió un par de tragos y se sintió mejor. El sol aún estaba alto pero no hacía mucho calor. Aún así, buscó un árbol y la generosa frescura que daba su sombra. Se tumbó dejando escapar un gruñido de dolor. Era horrible hacerse viejo. Sus ojos se cerraron y soñó con antiguas cacerías y festines bajo las estrellas. Cuando todo era más fácil y los días por venir estaban lejos, tanto que parecía que jamás fueran a llegar. Después, sus sueños se volvieron extraños. Hacía mucho tiempo que no volvía al mundo que ya no existía. Recordó a su antigua manada, la del pueblo lento que andaba sobre dos patas y vivía en madrigueras de piedra. Fue una buena época. Siempre tenía comida, agua y una caricia amable resbalando por su pelo. Los echaba tanto de menos. 

Pero el pueblo lento murió. Todos ellos. Y sus madrigueras de piedra olían ahora a muerte y cosas pudriéndose lentamente en su interior. Ninguna manada se acercaba a ellas, ni cantaba cerca de sus ruinas.

Despertó cuando una pareja de pájaros se posó en una rama y empezaron a piar con fuerza, discutiendo en su indescifrable lenguaje. Sentía un sabor extraño en la boca. Los sueños le habían traído recuerdos que no quería revivir. Odiaba la melancolía que los acompañaba. Tenía hambre y husmeó el aire buscando una presa. Y entonces lo olió. El aroma del pueblo lento. Hacía mucho tiempo que no lo percibía y por un segundo pensó que seguía soñando. Pero sentía el sólido suelo bajo sus pezuñas, el dolor que ardía en los huesos de sus patas y el sordo aguijón de la muela podrida que le amargaba desde hacía tiempo. Estaba despierto. Y había gente del pueblo lento cerca.

Siguió la corriente del río. El aroma era cada vez más intenso. Sentía una opresión en el pecho. Aceleró el paso. Encontró a la gente en un recodo, junto a unas rocas planas. Eran dos hembras. Una, la mayor, estaba tumbada en la orilla. No podía oír su respiración y el apestoso aroma de la podredumbre empezaba a brotar de su piel como un insecto extraño. La otra era más joven, una cachorra. Abrazaba el cuerpo de la hembra mayor y sollozaba. Sus gemidos eran apagados, tristes. Se acercó a ella. Cuando escuchó el ruido de sus patas sobre las piedras del río, la joven levantó la cabeza, lo miró y abrazó con más fuerza el cuerpo de su compañera. Él se quedó quieto, tratando de decidir cuál iba a ser su próximo movimiento. Había una bolsa junto a la chica que olía como las presas que cazaba en las colinas. Se acercó y la husmeó con cuidado. Sí, no se equivocaba, olía bien. La cachorra cogió la bolsa, alejándola de su hocico y la apretó contra su pecho protegiéndola con sus brazos. Él la miró y se pasó la lengua rosada por los labios. La joven, tras un instante de duda, abrió la bolsa. Sacó un trozo de carne seca y salada. Extendió el brazo y la colocó en el suelo. Después, la muchacha extrajo otro pedazo de carne de la mochila y empezó a mordisquearlo con sus dientes romos. Él agachó su testuz y empezó a comer del trozo que estaba en la hierba. Después, la chica le volvió a ofrecer un pequeño trozo que él devoró casi sin masticarlo. Se tumbó junto a la cachorra sintiendo el cuerpo caliente a su lado. Una mano se posó en su cabeza y empezó a acariciarle el pelo sucio y apelmazado. De un lugar muy lejano, llegó un recuerdo, una ardiente memoria de amor y perdida y con ella una manera de ser y hacer. Observó a la joven, le besó los dedos con su pesada y rosada lengua y con eso simple gesto selló su alianza. Y de alguna manera, supo que por fin había vuelto a su verdadero hogar.

LA PIEDRA Y LA LUNA. Una novela del muro de Adriano.

  


 LA PIEDRA Y LA LUNA


Un mundo que desaparece. Una espada. Un duelo. Un destino. Son los últimos días de Roma en la isla de Britania. Alecto, un veterano soldado que sirve en el Muro de Adriano, recibe una visita de su pasado, de alguien que nunca pensó que volvería a ver.

MIL (David Calvo, Premio de Microrrelato IASA II Edición )

                                           

                                               MIL

Cada noche, ella le cuenta una historia.
Acaricia los cabellos del sultán mientras sus palabras bailan entrelazadas con la luz de la luna. En silencio, le ruego a Allah, el Compasivo, por ella. Pero hoy no me escucha.

Cartas (David Calvo, 1º Premio, I Concurso de Relatos Doña Berenguela)





                            CARTAS


Pese a que es julio, las noches en el desierto son frías. Quinlan ha acercado la manta que le sirve como cama a la hoguera buscando el calor que ofrecen las llamas pero también su vaga luz. La necesita para leer las cartas.

Imágenes (David Calvo, 1º Premio XI Concurso de Relatos Heraldo de Aragón 2017)





                                              

                                             IMAGENES


Por las mañanas, el Parque Bruil huele a acacias.

Un día cualquiera (David Calvo, publicado VIII Concurs de Relats Breus de Diari de Terrassa)

                          

 

                                  UN DIA CUALQUIERA


Tengo grabados todos los programas de “El Encantador de Perros”.
Los he visto varias veces pero sigo sin saber cómo acariciar a mi perro.

Cabalga el Fuego ( David Calvo. Publicado por Hislibris, VII Concurso de Relatos)



 

                 Cabalga el Fuego

 

Esta historia ya te la han contado antes.

Empieza con un hombre sentado en el porche de su cabaña. Ante él, se extiende una pradera infinita, un océano de color verde y amarillo, con olas hechas de hierba y polvo.