Cabalga el Fuego
Esta historia ya te la
han contado antes.
Empieza con un hombre
sentado en el porche de su cabaña. Ante él, se extiende una pradera infinita,
un océano de color verde y amarillo, con olas hechas de hierba y polvo.
En el cielo, aún claro, empiezan a acumularse nubes oscuras que anuncian las primeras lluvias de la primavera. Una estación difícil si vives cerca de los Territorios Indios. Siempre ha sido así y siempre lo será.
En el cielo, aún claro, empiezan a acumularse nubes oscuras que anuncian las primeras lluvias de la primavera. Una estación difícil si vives cerca de los Territorios Indios. Siempre ha sido así y siempre lo será.
El hombre olfatea el aire
estirando su cuello, nervudo y gris como la soga de un ahorcado. Algo ha
cambiado en el ambiente, algo que ha traído el viento, un olor conocido, apenas
una marca de tiza en su memoria. Del bolsillo de su camisa, con las puntas de
los dedos, extrae unos anteojos. Con cuidado, los coloca sobre la punta de su
nariz. Su vista ya no es lo que era aunque, si hemos de ser sinceros, nunca fue
lo bastante buena para el trabajo que hacía. Entrecierra los ojos, un poco más
el izquierdo que el derecho, y otea el horizonte. Ahí está. Un jinete en la distancia,
un punto oscuro que crece en tamaño con cada golpe de casco de su caballo.
Calcula el tiempo que tardará en llegar a su porche. Aún tiene diez, quizás
quince minutos de camino. Así que se levanta de la silla y, rascándose el
escaso pelo que crece en su coronilla, llena un cubo con granos de maíz seco.
Después, alimenta a sus gallinas arrojándoselo a grandes puñados mientras las
llama a cada una por su nombre. De alguna parte, llega el sonido lejano de un
trueno.
En ese momento de su
vida, se hacía llamar Elijah. Pero, por supuesto, ese no es su verdadero
nombre. El auténtico ha intentado olvidarlo durante mucho tiempo y, de
paso, ha intentado que el resto del
mundo lo olvidara también. Si te
cruzaras con él por la calle principal de algún pueblo olvidado por Nuestro
Señor, un pueblo de esos que crecen y desaparecen en la frontera como las
polillas en la noche, y lo reconocieras y tus labios pronunciaran todas esas
sílabas y palabras que suelen componer los nombres de las personas, ni siquiera
levantaría la vista del suelo y seguiría buscando cosas perdidas en el polvo
del camino. Así era él por aquel entonces.
Unas breves palabras sobre el hogar de Elijah.
No es bonito ni acogedor ni algo de lo que se sienta orgulloso. Intentó
construir la cabaña con sus propias manos, trayendo cada una de las piedras que
conforman las paredes, cortando y trabajando la madera de las vigas del techo y
aún así todo salió mal. El suelo se levanta en las esquinas como si un millón
de hormigas empujaran a la vez con sus carcasas negras y el techo tiene tantas
grietas que por las noches, tumbado en la cama, puede contar las estrellas del
cielo. A veces, piensa que debería ir al pueblo y comprar el material que le
hace falta para arreglar todo ese
desastre pero luego llega a la conclusión de que nada de eso merecería la pena.
Y apenas le cuesta convencerse de que esa es la decisión correcta.
En la granja cría cerdos
y gallinas. La mitad están enfermos y la otra mitad desean estar muertos. El
huerto produce patatas y judías, la mayor parte de la cosecha sale mala,
podrida. Elijah piensa que son sus manos las que provocan que nada de lo que
toca tenga vida, que al final todo se muera sin remedio. Es algo sobre lo que
ha meditado largo y tendido durante las tardes eternas que se pasa sentado en
su silla viendo como el sol se desangra contra el horizonte. Vive solo en la
cabaña, acompañado por su perra, una mestiza llamada Comanche. Cuando no tiene
más remedio monta en su carreta y, después de siete horas de viaje, se acerca hasta
Deadwood. Allí compra lo que necesita en la tienda de Mort. Este le engaña con
los precios y le sonríe con unos labios viscosos mientras sus ojos miden la
paciencia del viejo que tiene delante. Elijah apenas levanta la vista del suelo
de la tienda. Si le preguntaras podría decirte el número exacto de manchas de
grasa que tienen las tablas que pisa. Sabe que le cobran de más y no le
importa. En realidad nada le importa. Cree que así vive mejor. También en esto
se engaña.
El jinete, que por fin ha
llegado a su destino, es un tipo delgado, un sombrero que le queda demasiado
grande cubre de sombras su rostro. Comanche gruñe quedamente cuando descabalga.
Con un pañuelo se limpia el sudor de la cara, restos de polvo enmarcan un par
de ojos verdes como un campo de hadas. Hasta que no dice las primeras palabras,
Elijah no se da cuenta que es una chica
joven, casi una niña. “¿Qué estás haciendo aquí, chiquilla?”, piensa Elijah.
– Buenas tardes, señor–
dice la chica quitándose el sombrero y dejando al descubierto una mata de pelo
pelirrojo, cortado a tajos, como lo llevaría un muchacho criado en los
callejones- Me preguntaba si tendría un poco de agua a mi caballo y, si no es
mucha molestia, un poco de café para mí.
– Claro– contesta
Elijah–. No hay problema. Puedes llevar el caballo junto al establo. Hay agua
limpia allí, en el abrevadero. Cuando lo hayas hecho entra en la casa. Tendrás
tu taza de café.
– Puedo pagar ambas cosas–
dice la muchacha mientras echa mano a una bolsa que tintinea como las campanas del
Paraíso.
– Eso no será necesario.
Haz lo que te he dicho, chica.
– Me llamo Rachel– musita
ella mientras lleva al caballo de las riendas hasta el establo.
Elijah la sigue con su mirada pensando en el
tímido fulgor de ira que ha visto asomar en esos ojos verdes.
Rachel.
Ese nombre aún sabe
amargo en sus labios.
–Te acuerdas cuando no
nos poníamos de acuerdo con el nombre de nuestra hija, ¿verdad?– dice Sara
desde el interior de la casa-. Al final, tú propusiste Rachel. Y así se quedo.
Es un nombre muy bonito.
–He intentado olvidarlo.
Como he intentado olvidarte a ti– En el portal de la cabaña apenas se distingue
la figura de Sara, envuelta en sombras, como si nacieran de ella y trataran de
cubrirla como haría una madre con su hijo-. No estás ahí. Te fuiste hace mucho tiempo. Y no necesito nada de esto.
– Oh, pero no puedes
evitarlo– contesta Sara mientras acompaña sus palabras con una risa llena de
alegría, esa risa que Elijah amó tanto-. Estoy aquí, en cada uno de los
rincones de esta casa. No puedes escapar de mí como no puedes escapar de ti
mismo. Por mucho que lo intentes.
– Vamos, Comanche– le
dice Elijah a su perra- para dentro. Hoy tenemos visitas. Sé educada.
Elijah bebe un poco de su
café. Está muy amargo. Nunca ha sabido hacerlo como a él le gusta. Sara lo
hacía bien. Como tantas otras cosas. “No pienses en ella ahora, viejo, no es el
momento”. Rachel toma un sorbo de su taza y arruga el entrecejo mientras
intenta hacer pasar por su garganta ese bebedizo que se supone que es café. Muy
educada, no lo escupe pero deja la taza sobre la mesa y ya no la vuelve a
tocar.
– Siento lo del café –
dice Elijah–. No se me da bien ese tipo de cosas.
– No importa. Los he
probado peores. Creo.
– Ya. Es obvio que estás
de camino a algún sitio. No suele venir mucha gente por aquí. Demasiado cerca
de la frontera.
– Me dirijo a Deadwood–dice
Rachel–. Tengo negocios allí. Cuentas que saldar.
–Por cómo ha sonado eso
me parece que esas cuentas no tienen que ver con el dinero. Si te fías de mi
experiencia, te diría que vas a tener problemas para cobrar esas deudas.
–A nadie le gusta pagar
lo que debe. Pero al final, de un modo u otro, todo el mundo tiene que hacerlo.
– Palabras duras– Elijah
acaricia la cabeza de Comanche, nota una garrapata cerca de su oreja izquierda
y, con el índice y el pulgar, se la arranca de un tirón. Después, la aplasta
contra la mesa–. Pero hay que saber acompañarlas con acciones duras. Estás muy
lejos de tu casa, niña. Déjalo estar, sea lo que sea lo que te deban no merece
la pena.
– Usted no sabe nada–
dice Rachel escupiendo cada una de las palabras mientras un fuego verde aparece
en sus ojos.
– Sé lo que hay que
saber. Vuelve por donde has venido. Será lo mejor para todos. Sobre todo para
ti.
– Si quisiera sus
consejos, señor, se los pediría. Y no creo haberlo hecho. Me parece que ya va
siendo hora de que me vaya. Gracias por el café y el agua para mi caballo. Como
le he dicho antes, voy a pagar por ello.
– Está anocheciendo y
salir ahí fuera, de noche, no sería una buena decisión. Hay cosas que es mejor
no encontrarse en la oscuridad, cosas peores que los sioux o las alimañas. Si
quieres, puedes dormir en el establo. Te dejaré unas mantas para que estés
caliente. Y mañana ya veremos que pasa.
Rachel sonríe, su boca
convertida en una herida roja, se pone su enorme sombrero y se despide de
Elijah con un gesto de la cabeza. Mucho tiempo después de que haya desaparecido
en el horizonte, Elijah sigue mirando hacia allí, esperando que se arrepienta y
vuelva. Pero, por supuesto, eso no pasa.
Esa noche, Sara se sienta
al pie de su cama. Elijah casi puede sentir el peso sobre el colchón, el aroma
que emana de su pelo, el tacto de sus dedos, delgados y ahusados, acariciando las sábanas.
– Si hubiera sobrevivido–dice
Sara mientras sujeta una muñeca de trapo, acariciando su cara feliz, ordenando
sus cabellos de paja-, se habría parecido a ella, ¿verdad? Los mismos ojos
verdes. Quizás también habría tenido ese fuego dentro de ella. Ya lo has visto.
Me hubiera gustado tanto verla crecer…
Elijah no contesta. No
quiere decir en voz alta que lo único que quiso en esta vida fue a esa niña,
que ella lo cambió todo y que cuando se fue, algo murió también dentro de él y
que ahora no quedan mas que los restos agotados de lo que una vez fue un
hombre.
–No deberías haberla
dejado marchar. Estaba tan delgada… Tendrías que haberle ofrecido algo de
comer. Una tortilla. Quizás, un poco de queso, de ese que guardas en la
alacena. Le hubiera gustado. A ella le encantaba.
– Déjame en paz–grita
Elijah a las sombras que se escabullen ocultándose en los rincones del
dormitorio-. Déjame en paz, por favor.
A la mañana siguiente,
Elijah enjaeza su caballo a la carreta y con un chasquido de riendas pone rumbo
a Deadwood. Cuando entra en la ciudad, lo recibe la lluvia, una cortina de agua
gris y sucia que cubre las casas y los cuerpos con un beso húmedo. La gente de
bien empieza a encerrarse en sus hogares mientras vaqueros desocupados ocupan
la calle principal, con miradas desafiantes, dispuestos a gastarse su jornal en
los placeres que se les ofrecen generosamente. Durante unos instantes, Elijah
no sabe muy bien que hacer, dónde empezar a buscar, se siente incómodo,
perdido, tan lejos de su casa y, entonces, reconoce el caballo de Rachel. Lo
lleva un joven de bigote rubio de las riendas. Juguetea con un mechón de pelo
rojo que lleva entre los dedos. Como si fuera un trofeo se lo enseña a su
compañero, otro vaquero de risa equina que carga con la silla de montar del
caballo. El joven del bigote se acerca el mechón hasta su nariz y, lentamente,
lo huele mientras cierra los ojos. Después, se lo guarda en un bolsillo de su
chaleco y enseña unos dientes grandes y blancos en una sonrisa satisfecha,
ahíta de placer. Elijah se queda sentado en su carreta, mirándolos de reojo cuando
pasan a su lado. Puede escuchar el final de su conversación. El de la sonrisa
equina dice “daba buenos mordiscos pero al final se le han quitado las ganas” y
el otro ríe y vuelve a reír hasta que llegan a la puerta del. Gem Theather de Swearengen, el único local que parece emitir
luz, calor y vida en toda la calle.
Elijah mira a su
alrededor. Un puñado de chicos rodea a otro más alto que lleva el sombrero de
Rachel. Elijah baja de la carreta. Sus botas se hunden en el barro. Cruza la
calle, hasta el círculo de los chiquillos. Saca un dólar de su bolsillo y lo
pone debajo de las narices llenas de pecas del chico del sombrero.
– Esto por tu sombrero. Y
otro más, si me dices de dónde lo has sacado.
El chico coge el dólar y
lo muerde con sus dientes mellados y amarillos. Con gesto satisfecho, lo guarda
en el interior de su camisa.
– Es de la chica que
atacó al señor Swearengen. Con un cuchillo. Casi le ha arrancao una oreja.
– ¿Dónde está?
– ¿La oreja?
– No, la chica… La del
cuchillo.
– Ah, esa… El señor Swearengen
sangraba igualico que un gorrino y gritaba y gritaba. Supongo que se ha
enfadao. Los hombres del señor
Swearengen se hicieron con la chica, la pasearon por toda la ciudad y luego la
colgaron de un árbol del cementerio. Sí, señor, eso hicieron. Y ahí se quedó el
sheriff, mirando sin hacer nada.
– Dime donde está el
cementerio, chico.– dice Elijah mientras deposita cinco dólares en la palma del
muchacho.- Y también te compro el sombrero.
– Pero me guta mucho.
– A mí me gusta más.
Es un árbol de fruto
único. Una chica que cuelga de una cuerda de cáñamo. Sus manos atadas por
delante sostienen un ramo de flores marchitas. En su rostro, blanco como una
máscara de cera, manchas oscuras tiñen sus mejillas y sus labios. Restos de
sangre se extienden por sus piernas como una vegetación extraña. Puntos oscuros
nadan en la periferia de los ojos de Elijah. “Es fácil”, piensa Elijah, “sólo
tienes que darte la vuelta y volver a casa, mañana habrás olvidado todo esto”.
Pero en cambio saca el cuchillo de su funda y corta la cuerda. El cuerpo de la
chica cae en sus brazos y durante un segundo nota su mejilla contra la suya
mientras la sujeta para que no caiga al suelo, al menos no dejará que eso pase.
Quita la cuerda de su cuello, la marca es carmesí y hay un poco de sangre seca
allí donde el cáñamo ha cortado la piel. Su cuerpo es ligero, apenas nota el peso, Sara tenía
razón, está muy delgada, tendría que haberle ofrecido algo de comer. Carga con
ella hasta la carreta. Cuando lo cubre con una manta oye un leve quejido. Con
cuidado, aparta el cabello rojo del rostro de Rachel. Sus ojos verdes se abren,
parpadean y vuelven a cerrarse. Elijah coge la cantimplora y moja los labios de
la chica. “Vamos cariño, vamos, no te vayas”, le dice. Rachel abre la boca
tratando de encontrar un poco de aire. “Eso es, pequeña, eso es, esa es mi
chica. Dura como el clavo de un ataúd. Venga, no te rindas, ahora no”.
– Tenías razón– dice Sara
mientras examina la corteza del árbol con cierto interés-. Ha tenido problemas
para cobrar sus deudas.
Cuatro días más tarde,
Elijah pone una cuchara de sopa en los labios de Rachel. Aún le cuesta tragar y
apenas puede hablar. Durante dos días estuvo más muerta que viva. Pero algo
seguía ardiendo en su interior, un fuego color esmeralda, alimentado por
sentimientos que Elijah conocía bien. Como siempre la sopa sabe como si
Comanche se hubiera meado en ella. Rachel hace amago de vomitarla pero Elijah
lo evita haciéndole tragar otra cucharada. Si Elijah ha sido más feliz en algún
momento de su vida ya no se acuerda. Con timidez acerca los dedos al rostro de
la chica y examina las heridas de su rostro y de su cuello. La marca de la soga
aún está roja, esa cicatriz la llevará toda la vida.
– Viene alguien– dice
Sara desde el porche.
Elijah deja el plato de
sopa en el suelo y contempla el rostro de Rachel durante unos segundos en
silencio como si quisiera conservar esa imagen en su memoria para siempre. Finalmente la arropa, le besa la frente y
sale al porche de la cabaña.
Tres jinetes.
Acercándose.
– En tus buenos tiempos,
habrías esperado a que anocheciera. Y luego habrías quemado la cabaña con todo
el mundo dentro –susurra Sara, casi melancólica–. Y posiblemente, te hubieras
emborrachado para celebrarlo.
– O los habría quemado ya
borracho. Habría estado ahí tumbado, entre la hierba alta, bebiendo, esperando
a que saliera la luna y todo el mundo estuviera dormido.
– Esos parecen que no
tienen tanto tiempo. O quizás es que saben que sólo sois un viejo y una niña.
Elijah descuelga su
escopeta de dos cañones de la pared de la cocina. Sólo la ha utilizado para
cazar coyotes y otras alimañas. Hace mucho que no dispara contra otro hombre.
–Coge el revolver – le
recomienda Sara.
– Estará sucio, inservible.
– Lo limpiaste ayer por
la tarde. ¿No te acuerdas?
– No.
Elijah mueve un tablero
del suelo. Envuelto en un paño está su revolver. Limpio y engrasado. Con cinco
recámaras ocupadas por cinco balas.
– Parece que todo está
bien-contesta Elijah mientras sostiene el peso familiar y nunca olvidado –.
Siempre supe que en realidad no eras mi mujer, aunque parezcas y suenes como
ella. ¿Quién eres en realidad?
– Creo que ya sabes la
respuesta, mi amor. Siempre lo has sabido.
Los jinetes detienen sus
caballos a unos metros del porche de
Elijah. El que está en el centro, se quita el sombrero y sonríe.
– Buenos días, viejo
–saluda con un gesto de la barbilla–. Venimos a hablar. De cierta perra que
descolgaste de un árbol. La queremos. Ahora.
Elijah parpadea, una, dos
veces. Levanta la escopeta y dispara. La cabeza del vaquero explota cubriendo a su caballo de sesos y restos de
huesos. El sonido hace que los otros caballos se espanten. Los jinetes tratan
de retenerlos, sin mucho éxito y a la vez sacan el revolver de sus fundas y disparan.
Elijah se agacha, respira hondo y apunta con cuidado a las enormes formas
oscuras de los caballos. Es difícil fallar. Los caballos caen entre quejidos de
dolor y muerte. El tiroteo apenas ha durado un minuto. Elijah recarga su
revolver, tomándose su tiempo y se acerca a los cadáveres. Uno de los jinetes
tiene el cuello roto, girado en una posición antinatural, restos de saliva
escarlata manchan las comisuras de sus labios. El muchacho del bigote rubio, el
que tenía el mechón de Rachel está llamando a su madre y a Dios. Ambos están
muy lejos de allí como para poder prestarle alguna ayuda. Cuando Elijah se
acerca, el chico levanta una mano y dice:
–Por favor, no, por favor…
“Qué joven es”, piensa
Elijah mientras dispara. La bala atraviesa la mano del muchacho, arrancándole
dos dedos y se aloja en su frente abriendo un agujero humeante. “Casi un niño”,
medita Elijah mientras se palpa el cuello tratando de encontrar su propio
pulso. Ahí está. Tranquilo, como siempre. Ni un solo latido de más. Desde el porche de la cabaña, Rachel lo
observa con la boca abierta, envuelta en una manta.
– Así son las cosas– le
dice Elijah mientras empieza a saquear los cadáveres.
Rachel está tumbada en la
carreta. Sus ojos verdes reflejan las llamas que devoran la cabaña y los
convierten en estallidos esmeraldas. Elijah la sujeta de la mano, y contempla
sin ninguna emoción cómo su hogar desaparece en el fuego, las vigas caen
provocando estallidos de chispas y humo. No siente nada. Todo lo que quiere,
todo lo que le importa está junto a él, en esa carreta. Agita las riendas y el
caballo empieza a andar, con Comanche corriendo a su lado. Elijah pone
dirección a los Territorios Indios.
–Supongo que no os
importará que os acompañe–dice Sara sentada a su lado en el pescante.
–Me parece bien.
Y este es el final de la historia.
Supongo que podría contar cómo llegaron a territorio indio y como allí, ella se
convirtió en “Cabalga el fuego” y cómo separaron sus caminos y volvieron a
reunirse cuando él más la necesito. Pero supongo que esa es una historia que podré contar mañana.
Sí, eso haré.
Mañana.
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